miércoles, 20 de abril de 2011

TOLERENCIA 0 , por Pepe "el de Concha"


T o l e r a n c i a    o
ESCANEO DE UNA SOCIEDAD HIPÓCRITA



Si transitan ustedes por la antigua carretera del Algarve portugués, a poco que se fijen, observarán la diversidad del paisaje. Los pueblos y urbanizaciones, que como óleos gigantes se van mezclando, intercalan entre ellos pousadas y casas do pasto para deleite del turista. Ese reino sin rey ha sabido dar al “guiri” todo lo necesario para sentirse soberano y hacer de esa tierra la suya; hasta tal punto de dejar sus huesos en ella y esperar, con la obligada paciencia, el juicio final.
 
Miguel mantenía el coche a una velocidad moderada pues su mujer, en cada tramo, insistía con una sonsona intermitente y con vocecilla “perdonavidas”, Miguel, no corras, Miguel, no adelantes. Él, en algún momento, creyó que la recomendación de prudencia venía incluida como extra del coche. Uno de los muchos carteles publicitarios que orillaban la ruta le llamó poderosamente la atención. Una botella de, aparentemente, buen vino junto a una copa quebrada con el rojo néctar que maculaba el alba mantel, incluía una leyenda que rezaba, – TOLERÂNCIA ZERO - . Estos lusos transponen la normativa comunitaria en cuarenta y ocho horas, y además, la hacen cumplir con igual celeridad. Una súbita sinapsis neuronal lo transportó a aquellas conversaciones en las que su padre le aconsejaba moderación. Sostenía su padre que los sentidos oscilaban en una suerte de claro-oscuro, que se debía mantener el equilibrio entre los sentimientos y la conciencia y que a poco que tal oscilación se angulara más de lo preciso, una costra de hipocresía cubriría los sentimientos aletargando la conciencia.

Su padre, al igual que tantos otros, se vio involucrado en una guerra que él no había querido ni provocado Si jamás había tenido roces fuera de contexto, ni tan siquiera ojerizas a su vecino, ¿cómo acataría órdenes de sacarlo de este mundo? Tras dejar a su madre, viuda, hecha un mar de lágrimas, se encontró de golpe en el tristemente famoso Frente del Ebro, en el bando que él tampoco había elegido y dónde la dureza de la contienda repartió méritos entre la miseria y la épica. Destinado al Regimiento de Transmisiones, fue radiotelegrafista, gracias a lo cual siempre decía dormir tranquilo, después de tres años de guerra no había matado a nadie.

 Con estrella en las mangas, que lo distinguían como alférez, además del peso en el pecho de tres medallas, volvió a su casa para olvidar y empezar de nuevo. Le  ofrecieron continuar su carrera en el ejército. Con los estudios que poseía podría llegar a Coronel, le decían, y, porqué no, a General. Tuvo que equilibrar su claro-oscuro para decir no, no quiso traicionar a sus sentimientos para no avergonzar a su conciencia. Las cosas empezaron a ir mal. Le despidieron del colegio en el que enseñaba, decían que desprendía un tufillo de librepensador. De todas formas, la cosa no pasó a más, ¿acaso no era un casi héroe de guerra? Dando clases particulares de Matemáticas a los hijos de ciertos burócratas que sí sabían mudar su piel, aliviaba su mal vivir. Mientras gestaba a Miguel, su mujer, que era telefonista en un centro estatal, también perdió su trabajo sin ninguna explicación como finiquito. Su habilidad con las labores de limpieza y la costura le sirvió para emplearse en algunas casas de la burguesía eterna.

Rechazando los motivos que tenía, más que suficientes, para odiar y maldecir, le descubrió a Miguel el sabor de las libertades. El valor de la tolerancia como motor de la convivencia, el respeto a las ideas ajenas sin renunciar a las propias, le explicaba que con paciencia; harían posible que otras generaciones construyeran un mundo libre. Terminaba siempre con el mismo consejo; no sólo bastaba con difundir esas convicciones, también debía aplicarlas. Miguel, aún niño, daba vueltas a lo que su padre  le contaba sólo durante un par de minutos, antes de emular a Kubala en las calles del barrio. Debían ser cosas de adultos que él no acababa de entender bien, pero aquello, como la lluvia estival que cae en tierra seca, iba calando en la formación de su personalidad para germinar en posteriores estaciones de su vida.

Con gran sacrificio por parte de sus padres, y visibles carencias en la olla y en la ropa, se graduó en Magisterio. Los vecinos de toda la vida comentaban, ¡Mira, Miguelín ya tiene su carrerita¡ Ahora podrá ayudar a la familia.

El claro-oscuro de su padre fue asignatura obligatoria para todos los alumnos que pasaron por sus aulas. Curso tras curso reiteraba de forma cansina la necesidad de tolerancia para conseguir la paz en el vivir diario.

Ahora, tras su reciente jubilación, hacía balance del país donde vivía, y con tristeza contemplaba, el deterioro de la tolerancia. Prefería ese pesar a la indiferencia, al fin y al cabo, lo que estaba ocurriendo no dejaba de ser sino un paso atrás de toda una sociedad. 

Constantemente se hacía la misma pregunta, incapaz de contestarla.
¿Se estaba confundiendo la indiferencia con la tolerancia?
 ¿El exceso de tolerancia lleva a la intolerancia?   

 En foros y debates, se hablaba para la galería. Sobre la misma cuestión variaban los resultados dependiendo si la votación se hacía a mano alzada o de forma anónima. ¿Hipocresía?

La terca realidad de los hechos, tras ser tamizada por la prensa y la radio, se travestía tan sutilmente que se empezaban a difuminar los conceptos de tolerancia e intolerancia de tal forma que él, siempre con el claro-oscuro equilibrado, empezaba a dudar si la balanza estaba bien calibrada. 

Un político de este país publicaba en un periódico de tirada nacional:

“Ningún país puede admitir más inmigrantes de los que pueda integrar con los mismo derechos que sus nacionales”
¿Tolerancia o intolerancia?

El primer ministro australiano, ante la intransigente postura del colectivo inmigrante musulmán con respecto a las costumbres ancestrales del país, los ha invitado a integrarse, o marcharse.
¿Tolerancia o intolerancia? 

Por asombroso que resulte, al paso de una reciente manifestación de los trabajadores de astilleros que se dirigía hacia la sede del partido en el gobierno, lo atronador era el silencio, mucho más agresivo que cualquier alusión. Las campanas de la Catedral tocaban a muerto. 

En los corros de los que, desde las aceras, contemplaban, indiferentes, el paso de aquellos que defendían su puesto de trabajo, se escuchaba:
 -Total, para lo que les va a servir-
 -Que saquen a los políticos y los corran a gorrazos-
¿Estará empezando la costra de la hipocresía a aletargar a la conciencia?

El aparcamiento era amplio y, con una fácil maniobra, Miguel aparcó.

Su mujer, dirigiéndose a él, le recriminó, ¡Por Dios, hijo¡ no has dicho ni una palabra en el camino.

Miguel sonrió y, sacudiendo la cabeza, se prometió ser inmisericorde con el arroz de marisco y el bacalao al douro.


                                                                                                  

                                                                                                   Pepe el de Concha.